Bestiario

Entre las ficciones de la neurología de nuestrosautores franzianos, habitan monstruos:una minotaura, Catwoman, un Hombre Gato,el reptil con pico y piel de jade, duendes,cíclopes, hombrespez y una mujer escamígeraque ni de lejos es una sirena…

hombrespez

«Pero un día alguien se ahogó y mi padre me dijo que no bajara más al río porque el niño ahogado se iba a convertir en hombrepez y querría tener compañía en las profundidades del río. El agua sólo era buena cuando no había hombrespez en ella. Mi primera pesadilla fue sobre un hombrepez blanco que se materializó en mi cuarto y me enseñó sus mandíbulas babeantes y se acercó a mi cama y me dijo: «Ven, ven, ven a mí», y levantó la mano y dibujó un círculo en la pared detrás de mi cabeza y dijo: «Este círculo sangrará siempre, hasta que vengas a mí». Le miré la mano y tenía los dedos palmeados, con una lívida piel que unía cada dedo a otro. Y entonces extendió su dedo índice y me tocó la mejilla con él. Fue como si me tocara una serpiente candente; y grité, pero no pude oír mi propia voz; estaban intentando echar la puerta abajo y grité más fuerte y la puerta de madera se astilló y padre entró apresurado con una guerra mundial en los ojos».

En el cuento 'Protista' del libro Hombrespez de Dambudzo Marechera.

reptil con piel de jade

«Se le había aparecido otra vez con plumas doradas y otros colores deslumbrantes, pertrechada con unas alas que, extendidas y mágicas, apenas cabían en la habitación. Desde la mecedora, la gigantesca rapaz lo miró como si de un momento a otro fuera a abalanzarse y devorarlo una vez más. A continuación extendió hacia la cama una de sus alas desafiantes y le ofreció un vaso. Gunnarstrom temió por sus ojos, pero en lugar de atacar, del pico brotó un graznido espantoso…».

En el cuento 'Reptil con piel de jade', en el libro del mismo nombre, de Francisco León.

escamígera

«A la luz de una vela vi las escamas, minúsculas como alas de escarabajos diminutos, que me cubrían la piel. Pude ir despegándolas con la uña del pulgar, larga, que metía con todo cuidado por debajo de ellas. Olían a caballas. Cuando terminé de quitarlas una a una, abrí el pijama y me di cuenta de que me habían crecido escamas no sólo en la cara, también en el pecho y en los brazos. Era imposible arrancarlas todas con las uñas. Decidí meterme en el baño para ablandarlas y rasparlas luego».

En el libro Escamígera, de Yoko Tawada.

catwoman

«Desnuda como estaba, e hirviendo, me encaramé a la ventana dando un solo salto espléndido y me quedé allí, enfriando la piel contra la frescura del cristal. Me lamí los dedos, no sé por qué y sentí que yo misma emitía aquel tufo salino, pescantín. Me encantó la limpieza de mis movimientos y la suciedad de mi olor amplificado».

En el cuento 'Catwoman', en el libro Corazón y demás tripas, de Emma Pedreira.

el Hombre Gato

«En esa época, por los barrios de la zona sur del Conurbano Bonaerense, se hablaba del Hombre Gato. Un personaje maligno que violaba a las mujeres y hacía otras fechorías. Lo llamaban así porque iba enmascarado, tenía enormes garras como un felino, acostumbraba a saltar por los techos y se subía a los árboles para atacar a sus víctimas. Cuando lograba su cometido, huía rápidamente sin que nadie pudiera capturarlo. Los vecinos temblaban por las noches ya que el intruso rasguñaba las puertas de sus casas para dejar indicios de que estaba cerca, marcando el territorio como un animal rabioso».

En el libro Brujería, de Esteban Castromán.

Minotauro

«También se ha dicho que el orgasmo es una pequeña muerte y ya sabes que el amor te puede reventar en mil pedazos el gong. Zurbarán pintó un cuadro titulado ‘Muerte de Hércules abrasado por la túnica del centauro Neso’, precursor de la inmolación del monje Thích Quàng Dúc. El pintor estuvo dándole vueltas al mito de Hércules durante todo el año 1634: que si separando los montes Tal y Cual, que si desviando el curso de un río, que si lucha contra un rey, contra Anteo o contra el Toro de Creta, que si acompaña a Lerna, la hidra, al jabalí de Erimanto o al león de Nemea. Los mitos reverberan en el inconsciente colectivo como decibelios rave en yema de mentes. En 1697, Luca Giordano pintó ‘La muerte del centauro Neso’, por si hubiéramos pensado que era inmortal. Los centauros son híbridos de humano y yegua y, paradójicamente se suponen instintivos, bárbaros, sin posibilidad de progreso. Por su parte, el mitológico Minotauro tenía el cuerpo de un hombre y la cabeza de un toro, por ser hijo del Toro de Creta y de Pasifae, cuyo nombre significa “la que brilla para todos”, es decir, es uno de los nombres de la Luna. Esta diosa era hija de Helios, que significa “Sol”, y de la ninfa de Creta. Las ninfas son espíritus divinos, arraigados en la naturaleza que, aunque ni enferman ni envejecen, son mortales —pero pueden engendrar mutantes inmortales. La historia de Pasifae o diosa Luna con el Toro es para mayores de dieciocho años. Le hicieron un encantamiento o algo así para que deseara con ardor al bruto, y fue Dédalo, arquitecto y fabricante de autómatas, quien le construyó una vaca hueca de cuero y madera, como artimaña para seducirlo. Después del asunto, dio a luz a un Minotauro caníbal, salvaje, que hubo de ser escondido en un Laberinto, diseñado también por Dédalo, donde se perdían, periódicamente, doncellas y donceles, cuyos tersos y prietos glúteos aplacaban el hambre de sus entrañas furiosas».

En el libro Yema, de Ivory W.

tigre

No, Wittgenstein,
los límites del lenguaje no son los límites del mundo. ¿Sí o no, Crátilo?

Si le preguntáramos al tigre,24
nos contaría sobre el sabor de la saliva animal servida en una cama de estrellas.

Diría: «Los Estados se fundan con poesía y el viento sale si lo dejan».

No nos rugiría,
porque un animal herido nunca decide cuándo sangra.

Para que un animal sangre
ha de esconderse bajo las raíces del sauce.

Podría allí dar dentelladas,
hasta astillar las raíces,
dejaría los incisivos en la arena
y luego escupiría el sabor de la sangre.

Para que un tigre ruja,
para que un animal herido sangre, tiene que querer curar la herida.

Decir: «Estoy herido». Pero los tigres no hablan.

Es el Artículo 20 de La Constitución de Uzupis de Manuel Molina Prados: «Todos tienen derecho a guardar silencio». El tigre es el Ministro de Defensa

unicornio

El unicornio se acercó a la orilla del lago y echó una mirada.  
—¡Qué ser tan extraño!— exclamó.  
El agua del lago adquirió un subido rubor.  
El unicornio volvió a mirar las aguas, ahora un poco más cerca. 
¡Cuántos seres extraños!— volvió a exclamar.  
El agua del lago se tornó absolutamente transparente. 
Una vez más, el unicornio se aproximó a ella.  
Sólo vio el fondo del lago.  
No tenía la cambiante rareza de las aguas superficiales.  
No tenía un absurdo cuerno cónico en la frente, ni una blancura hiriente y fantasmal. 
Así soy yo— se dijo el unicornio.  
Y se marchó feliz.

En el cuento 'El espejo del lago', en el libro El acorde solar, de Manuel Arduino Pavón.

escamígera

«Me acarició el dorso de las manos. Allí donde me había tocado me crecieron escamas relucientes. Tenían reflejos rojos y verdes. La mujer sopló la vela. Después ya sólo lucían mis escamas. —Escucha bien lo que te voy a decir—. Sentí su aliento en mi cara como si fuese un viento nocturno. —Al principio todos admirarán tus escamas. Te envidiarán por ello y serás feliz. Un día, de improviso, alguien dirá que te va a matar y de repente todos empezarán a odiarte—».

En el libro Escamígera, de Yoko Tawada.

Unicornia

«Sin quitarle la vista de encima, Floren alcanza de la estantería una pelota de petanca que robó el día que fue a probar porque le gustó el parecido con la bala de un cañón. Nota las estrías del frío y pesado metal en la palma ovillada de su mano. Ella se da la vuelta y se lo queda mirando. Floren lanza la bola y la golpea justo entre los ojos; su presa cae sobre la alfombra. Antes de fotografiarla, le limpia la sangre del rostro. Tiene una larguísima cabellera dorada con mechas fucsias y una nariz prominente y puntiaguda. La llamará Unicornia».

En el cuento 'Unicornia', en el libro Cabezas abajo, de Javier Valero.

puniti

«Lo cierto es que los puniti, en esas raras circunstancias, debido a la incomunicación y al contacto con los miasmas del mar y del subsuelo, habían desarrollado la capacidad de cantar sin abrir la boca—que les era escrupulosamente cosida al ingresar en su cautividad—, no estaba claro si para comunicarse entre ellos o para provocar una molestia sutil pero constante en la ciudadanía que los había condenado a vivir bajo tierra. Para evitar que los puniti se escaparan se los había sometido a otra humillación: se les dejaba crecer el cabello, que era atado fuertemente a las raíces de los árboles plantados por toda la ciudad».

En el libro De un modo enigmático, de Rafael-José Díaz.

la Caja Milagrosa

El rey de la selva pernocta ignorando los clanes de moscas que usan su melena de cubil. Su cuerpo se infla y desinfla imperceptiblemente, resopla quizá imaginando mejores jaulas. Aun dormido es fácil imaginar su gruñido lleno de poder. Se le eriza la piel de los brazos a Braulio.

La jaula huele a mil gatos. En reposo, la cola del felino es marioneta rota, caricaturescamente cerdosa en la punta. Mueve el hocico como si se limpiara con un mon- dadientes invisible. Vestido de sombras, el león abre los ojos sólo para volverlos a cerrar. Está saciado. Y eso que comió perro previamente machacado.

Lo que los niños querían es que los metiera en la Caja Milagrosa, los partiera a la mitad y les intercambiara de la cintura para abajo. Querían que mágicamente le pusiera a uno el sexo del otro.

En el cuento 'los leones de bronce', en el libro del mismo nombre, de Gabriel Rodríguez Liceaga.

una bala de diamante

«He soñado con una bala de diamante.
Un disparo con una bala de diamante.
Le diré a N que he visto la llamarada que escapaba del revólver, chispas que parecían brotar de una flor metálica. Era una flor sin pétalos, sin pistilo, más bien un falo mineral y de fuego. Yo sentía el movimiento del aire según el proyectil avan- zaba hacia mí, centímetros cúbicos de aire que se desplazaban y cambiaban de temperatura y que me recordaban la fiebre. Mientras tanto contaba los segundos que la bala de diamante tardaba en acariciar mi lóbulo frontal.
Me decía:
Uno, dos, tres, siete, quince, veintidós».

En Signos herméticos de una nueva melancolía, de Alfonso García-Villalba

arcade

madriguera invisible en el rojo cráneo 
de la noche —Kowloon y su proyector de  
partículas sus actualizaciones sangrientas  
en patios donde aún crece la glicina— 
dime si mi vida  
está siendo vigilada por alguien más hermoso 
o si la sangre alguna vez saldrá de mi cuerpo  
dejando estatuas imborrables en tus  
esquinas —Kowloon en tus estuarios digitales—  
ciudad amurallada por cadáveres 
los superhéroes no se olvidarán de nosotros  
esta vez—  
dime si mi vida  
vale algo 
dime si mi vida  
es o no un arcade negrísimo de finales de milenio 
una paradoja programada por un  
dios en crisis infinita  
Kowloon dime si acaso mi vida es  
una cifra equivocada en la secuencia axial 
de un multiverso cualquiera

En el poemario Antología poética de la especie humana de Juan Ángel Asensio.

safe point

«Una línea amarilla delimita un área de la vereda y parte de la calle en forma circular. Está trazada sobre el suelo con la misma pintura municipal que marca los cordones donde no se puede estacionar con el auto. En un punto de la circunferencia emerge un cartel, también circular, como si fuese una señal de alto. Dice safe point; se nota que el intendente a quien se le ocurrió ponerlo en inglés, nunca caminó las calles de su conurbano.

El safe point no es muy abarcativo, quizá caben veinte personas de pie, no mucho más. En el centro, una vecina de setenta y pico años está sentada en una reposera, con vestido de verano, delantal y antebrazos flácidos a la vista. Tiene puestos unos lentes de sol enormes, un capelina color crema y hay una canastita de mimbre que descansa a su lado, con el mate y un termo encima.

Las manos experimentadas y algo reumáticas sostienen una escopeta de doble caño que descansa brillante sobre su falda. Está cargada y, quienes la conocen, saben que guarda los cartuchos en el delantal que lleva sobre su vestido».

En el libro El pez negro, de Martín Lezcano.

Délfica

«Délfica se queda mirando mis ojos, lee mis pupilas y pasa dentro, se mece dentro de ellas: siento una caricia que no tiene que ver con lo físico. Délfica dice que tiene que tomar un poco de Logos si quiero saber alguna cosa».

En Signos herméticos de una nueva melancolía, de Alfonso García-Villalba